Soy gay, pero sin embargo me casé con una mujer

Hace décadas, los homosexuales se enfrentaban a acciones penales en algunos paises y a la discriminación en otros. Es por ello que muchos decidieron casarse con una mujer y de esta forma ocultar su sexualidad. Pero aun hoy en día que parece que ha aumentado la tolerancia social se ven casos de hombres homosexuales casados con mujeres.

¿Es el camino más fácil llevar una doble vida?

Por supuesto que no, ello conlleva una vida de mentiras y no estar a gusto contigo mismo ni aceptarte.

Por ejemplo, Manuel de 52 años ha estado casado con su esposa durante más de 30 y es gay. Él cree que su mujer siempre ha sospechado de su sexualidad, pero dejaron de ser sospechas cuando tuvo una aventura con otro hombre.

Su mujer le preguntó si quería irse, pero él confesó que la consideraba su mejor amiga, por lo que decidieron seguir juntos aunque simplemente como amigos. De hecho, muchos familiares y amigos de la pareja no tienen ni idea de que es gay, y prefiere que sigan sin saberlo.

Desde el inicio de su matrimonio y convivencia en pareja estuvo marcado por la infelicidad, dudas sobre si habian hecho lo correcto y cosas por el estilo. Él siempre había tenido inseguridades sobre su tendencia sexual, y eso le preocupaba cada vez más a medida que se hacía mayor.

Parecía ser un hombre felizmente casado, pero las apariencias engañan. Era consumidor habitual de porno gay, se emborrachaba con su amigo que tambien era homosexual y luego por supuesto terminaban haciendoselo juntos.

Hombres gays casados

Manuel (que no es su verdadero nombre) forma parte de un grupo de apoyo llamado «hombres gays casados», cuyos miembros suelen ser hombres mayores que se casaron sobre los años 70 y 80.

Por aquel entonces era comprensible que muchos gays tomaran ese camino, ¿pero por qué hoy en día que hay más tolerancia sigue ocurriendo?. Muchos dicen que tomaron ese camino para así intentar «resolverse a si mismos». Pero por supuesto se equivocaron.

No existimos

En este grupo de apoyo aseguran que los hombres gays casados suelen sufrir de depresión grave, están muy desesperados y luchan por llevar adelante la situación sin ayuda. Piensan que no existen en el mundo gay solo porque están casados con una mujer. Y que tampoco existen en el mundo heterosexual por ser gays, así que denuncian ser invisibles para todos…

Ellos no juzgan a nadie, y una de las cosas que dicen a todos sus miembros es que no tienen necesidad de luchar solos, que hay más gente como ellos y que son todos un apoyo mutuo.

El caso de Manuel lo dice todo, según asegura es muchísimo más feliz, se quitó un lastre de encima y por fin pudo ser honesto con su esposa y con él mismo.

El sexo me emociona

Debe ser por aquella vez, desde aquella vez. Yo ni sabía que se podía hacer eso con un cuerpo. Comunicarse así, sentirse así, llamarse así sin ruido, soñarse despiertos… hasta entonces yo siempre me había creído que el sexo era una lucha, una lucha donde uno se empeñaba en apoderarse de cosas del otro: de su belleza, de su sonrisa, de su mirada, de su olor, de su reflejo, yo que sé y luego uno acababa, al revés, dejando allí un montón de cosas suyas: su semen, su piel, su sudor, su aliento… pero aquella vez no fue una lucha, fue una conquista a dos, los dos íbamos conquistando la tierra de las islas precipicio a precipicio, monte a monte, verso a verso, luna a luna. Tú imaginate que una noche estás emocionado con la luna y dices bébetela toda ahora, sácale fotos, escríbela, porque mañana desaparece. Y mañana sigue la luna. Y otro, y otro y una madrugada lo que acabas temiendo es que la felicidad te acostumbre, que termine meciéndote así día tras día. Yo he conocido gente así, gente que es tan feliz, tan feliz, que no se entera… Bueno, cuando se fue la luna no se lo llevó todo. Todavía ahora el porno gay me emociona.

Estabas allí encerrado porque «te ibas a la sierra». Cogías la furgoneta de tu padre, dejabas atrás Madrid y enfocabas a los montes, a cualquier monte. La furgoneta terminaba siempre quedándose sin gasolina y los de tráfico recogiéndote para llevarte a tu casa. El caso es que sabías perfectamente lo que hacías, pero «un cuerpo tiraba de ti» y era más fuerte que tú. La última vez te encontraron muerto de frío y de hambre, porque habías elegido una carretera demasiado solitaria en pleno invierno, pero no siempre fue tan grave: al principio te contentabas con separarte de los amigos, entrar solo en un bar cualquiera y ponerte a hacer guarradas con el café y el azúcar, salpicando a la gente.

Te tomaban entonces por un chico mal criado, por un gamberro fino, hasta que un día te dio por desnudarte en un sitio poco recomendable y te creyeron un chapero. Al hombre que te llevó a su casa y te atiborró de pipermín se le cayó el pelo y a ti no te pasó nada. Cuando el cura del colegio entró a buscarte a la comisaría no podía creer lo que veían sus ojos: nadie -ni tú mismo- se había preocupado de vestirte. A los policías aquellos les debió hacer gracia tu desnudez y allí estabas tú, quince años, sentado en una mesa llena de teléfonos, sin más cosa que una gorra de policía en la cabeza y bromeando con todo el personal.

No te echaron del colegio entonces, ya ves. Pero corrió la voz, se enteraron todos y poco a poco empezaste a notar que en tu cuerpo había algo mágico, aunque no lo entendías muy bien. A la hora de la piscina, y en las duchas, te dabas cuenta de que todos iban a por ti, a por tu cuerpo, de mil maneras y con mil disculpas no siempre veladas. Al principio era simplemente algo que te resultaba molesto -tú mismo me lo contaste- y poco a poco se fue transformando en una agradable sensación de dominio. De alguna manera, te gustaba que te buscaran, que intentaran rozarse contigo con cualquier excusa, te halagaba que te desearan y eso te hacía sentirte fuerte.

Tengo aquí delante la primera foto, la de tu ficha del internado. Tenías una cara limpia, una mirada muy azul y muy profunda y unos huesos muy bien colocados, eso es lo primero que se ve en la foto; pero si se mira un poco más dentro se ve también que sabías adoptar una atrayente actitud de vulnerabilidad. Siempre fuiste un maestro en eso de parecer frágil, desprotegido, desamparado. Y no lo eras, no lo estabas en realidad, ni siquiera al principio, la primera vez que te metieron en mi despacho empujándote un poco. Enseguida sonreíste porque me calibraste como a una presa fácil; mientras recogías tu informe de la mesa me estabas mirando a los ojos de una manera infinita, no devorándome, sino para que yo te devorara.
Aquello, a tu edad, no podía ser prefabricado, tenía que ser innato. Siempre he dicho que hay personas que tienen una carga sexual extraordinaria aparte de sus rasgos físicos y tú eras una de esas personas. Estabas en un sitio y parecía que sólo estabas allí para que te acariciaran, para que te envolvieran, para que se fundieran con tu cuerpo. Estabas sentado frente a mí y parecía que sólo estabas allí para que yo te amara y tú te dejaras amar. Sin embargo, estabas allí porque eras «una orquesta sin director», porque por perfecto que fuera el funcionamiento aislado de tus instrumentos, de tus elementos, la coordinación estaba perturbada y el sonido era siempre discorde. El sonido discorde con frecuencia eras tú en tu cuerpo de efebo peligroso prostituyendo -eso decían- a los que te rodeaban y escandalizando -claro- a los que no podían tocarte. El sonido discorde eras tú enfilando un monte cualquiera, hasta que la noche te engullía y los ruidos secos de tus perseguidores rompían tu idilio desnudo con la tierra seca y la luna mojada. ¿No era eso lo que quisiste contarme aquella vez?, porque además eras poeta y tu vida enferma era poesía, porque en ti -lo supe desde el principio- no podía haber nada sórdido, brutal, ni mezquino.

Así empezó todo. Así abrí tu ficha una tarde hueca en la que llegué a comprender, antes de que anocheciera, que tú no ibas a tener historia, que, a lo sumo, ibas a ser nada más que un episodio dentro de la mía. Todavía no sé si me equivoqué. Entonces yo era -¿lo soy aún?- una especie de pedante inexperta que no sabía muy buen qué hacer con los treinta y tres años que se suponía que tenía, si subir con ellos a los cielos o bajar sin ellos a los infiernos. En aquella maldita serie de tardes huecas sentada frente a ti empecé a verme descolorida, anémica, cenicienta, menuda. Tampoco podía sustraerme, cada vez más, a elucubrar maldiciones en las que siempre estaba presente tu cuerpo rubio; conmigo; sin mí; solos los dos, como efectivamente estábamos; buscándome tú miedoso -paranoia absurda- por los rincones aborrecibles de mi pretendida experiencia; llorando tus ojos inmensos -nunca lo hiciste- sobre mi hombro estúpido de mujercita seca; bañándome con tu cuerpo en la piscina histérica del país de nunca jamás.

Así cabalgaba mi cabeza desquiciada mientras tú desgranabas sobre el verde de mi mesa ideas seductoras, pensamientos inconexos, vidas prefabricadas que yo debía definir, clasificar, organizar y solucionar. Hasta que una noche soñé que te ataba, ya que me gustan los tios cachas y que nunca más te iba a dejar salir de allí, que nadie volvería a tocar tu cuerpo más que yo, aunque fuera sólo con los ojos apagados de mi mente. Aquella madrugada clara, sonora de pájaros histéricos, me despertó, por primera vez, bañada en alcohol.

Desde entonces te recibí más o menos borracha, con los ojos más o menos brillantes y los dolores más o menos anestesiados. Entre tú y yo, la botella blanca de Chinchón de la Alcoholera que la madre de mi último esquizofrénico había dejado en el despacho. Ahora tocaba soñar mientras escalaban primaveras increíbles que se atascaban en los estores de las ventanas gemelas. Tu informe se fue llenando de poesía, de versos míos ajenos a ti que yo quería que fueran tuyos porque pegaban más con tu piel impoluta que con mis sueños dolorosos. Cada mañana imposible yo me vaciaba a porrazos histéricos para poder llenarme de ti. Aquella niña blanca que yo fui inventando columpios adversos se apeaba ante ti para ofrecerte cosas raras en un trozo de parque caliente.

Claro que intenté dejar de verte, trasladarte, eclipsarte, o, al menos, desproporcionarte. Creo que una vez intenté reducirte a Peter Pan pidiendo sitio en algún sitio. Por unas horas creí que tú pudieras ser adoradoramente irreal en la película absurdamente inversa de mi vida.
La primavera ya se instalaba en su particular meseta de estallidos cuando empecé a fotografiarte. Al principio fue una broma, un segundo mágico de la polaroid, que me sorprendió porque era capaz de colocar todavía mejor el perfil de tus huesos en el recorte de mis paredes desnudas. Después fue una obsesión: se me acababa el lienzo corto de las paredes vacías y de mi alma lisa para llenarlo con tus imágenes sublimes de demonio bello. Tú te reías cuando entrabas y te veías reflejado en todas partes, en todos los tamaños. Demonio bello. Mi demonio bello…