Por la noche, en el portal, me crucé con J.L., que volvía de Salamanca, totalmente vestido de playa con una camiseta muy grande, bermudas muy grandes y sandalias de goma y una visera al revés. Más amariconadísimo todavía, por favor, más encantador todavía, por favor. Recién operado de unos bultitos en el pecho, nada importante (¿?) pero deseando bajar. Yo le digo que aunque no pueda jugar o bañarse todavía, baje a descansar, a estar. Las palabras empiezan a sonar absurdas y cuando las escribo más todavía, pero yo me monto en el absurdo muy bien, soy capaz de montarme en el absurdo a caballo del verano y seguir así hasta el infinito. Estoy deseando que me guste, que me atraiga; estoy deseando desearle, quererle, estoy deseando escribir una historia, pero no quiero que sea una tristoria. Algo me dice que ahora no me puede doler nada, que ya no es tiempo de que me duela nada, sino de ser feliz, aún a costa de lo imposible. Me miro al espejo más de lo que debiera para encontrarme más viejo de lo que estoy y sólo me veo moreno, delgado y bello. Probablemente J.L. no me gusta, ni le deseo, pero quiero que se enamore de mí, que me desee, pero no para hacerle sufrir, sino para hacerle feliz. Podría ser mi hermano pequeño perfectamente. No nos dejaran. No nos dejarían. J.L. es homosexual, debería ser homosexual. No puede entenderse con los de su edad porque es superior. A. solucionó la infancia haciendo guerras y organizando batallones y abrazado al piano. No quiero escribir más porque no tengo ganas de escribir. Es domingo por la mañana y está lloviendo por primera vez. Anoche me puse a cocinar otro marmitako para distraerme de esto, porque no sabía qué pensar, porque no me pasa nada, tal vez porque no siento nada y lo que estoy deseando es ponerme enfermo y tal vez no me pongo enfermo porque no bebo y aquella era la combinación explosiva. Y yo querría repetirla.
Y para qué… para sufrir otra vez, verdad, si estoy mejor sin sufrir, si puedo manejar perfectamente los hilos de todo, si puedo burlarme del tiempo más que nunca, si voy a terminar triunfando abase de cocacola light, si cada vez me cuesta menos vivir, y cortar la hierba y subir la cuesta en bici dos veces al día y ya casi estoy acostumbrado a que me miren tanto por la calle porque voy increíblemente bello, y casi encuentro naturalísimo que se enamoren de mí todos menos Javier, y estoy tan agusto y tan feliz que temo que J.L. sea eso, una perturbación, y no obstante le dejo todas las puertas abiertas y seguramente voy a poner música en la piscina y remos de aluminio en la barca y me barnizo con Rachmaninov como si me bañara en confetti, y navego con una indolencia que hace más atrayente mi …
Debe ser por aquella vez, desde aquella vez. Yo ni sabía que se podía hacer eso con un cuerpo. Comunicarse así, sentirse así, llamarse así sin ruido, soñarse despiertos… hasta entonces yo siempre me había creído que el sexo era una lucha, una lucha donde uno se empeñaba en apoderarse de cosas del otro: de su belleza, de su sonrisa, de su mirada, de su olor, de su reflejo, yo que sé y luego uno acababa, al revés, dejando allí un montón de cosas suyas: su semen, su piel, su sudor, su aliento… pero aquella vez no fue una lucha, fue una conquista a dos, los dos íbamos conquistando la tierra de las islas precipicio a precipicio, monte a monte, verso a verso, luna a luna. Tú imaginate que una noche estás emocionado con la luna y dices bébetela toda ahora, sácale fotos, escríbela, porque mañana desaparece. Y mañana sigue la luna. Y otro, y otro y una madrugada lo que acabas temiendo es que la felicidad te acostumbre, que termine meciéndote así día tras día. Yo he conocido gente así, gente que es tan feliz, tan feliz, que no se entera… Bueno, cuando se fue la luna no se lo llevó todo. Todavía ahora el porno gay me emociona.
Estabas allí encerrado porque «te ibas a la sierra». Cogías la furgoneta de tu padre, dejabas atrás Madrid y enfocabas a los montes, a cualquier monte. La furgoneta terminaba siempre quedándose sin gasolina y los de tráfico recogiéndote para llevarte a tu casa. El caso es que sabías perfectamente lo que hacías, pero «un cuerpo tiraba de ti» y era más fuerte que tú. La última vez te encontraron muerto de frío y de hambre, porque habías elegido una carretera demasiado solitaria en pleno invierno, pero no siempre fue tan grave: al principio te contentabas con separarte de los amigos, entrar solo en un bar cualquiera y ponerte a hacer guarradas con el café y el azúcar, salpicando a la gente.
Te tomaban entonces por un chico mal criado, por un gamberro fino, hasta que un día te dio por desnudarte en un sitio poco recomendable y te creyeron un chapero. Al hombre que te llevó a su casa y te atiborró de pipermín se le cayó el pelo y a ti no te pasó nada. Cuando el cura del colegio entró a buscarte a la comisaría no podía creer lo que veían sus ojos: nadie -ni tú mismo- se había preocupado de vestirte. A los policías aquellos les debió hacer gracia tu desnudez y allí estabas tú, quince años, sentado en una mesa llena de teléfonos, sin más cosa que una gorra de policía en la cabeza y bromeando con todo el personal.
No te echaron del colegio entonces, ya ves. Pero corrió la voz, se enteraron todos y poco a poco empezaste a notar que en tu cuerpo había algo mágico, aunque no lo entendías muy bien. A la hora de la piscina, y en las duchas, te dabas cuenta de que todos iban a por ti, a por tu cuerpo, de mil maneras y con mil disculpas no siempre veladas. Al principio era simplemente algo que te resultaba molesto -tú mismo me lo contaste- y poco a poco se fue transformando en una agradable sensación de dominio. De alguna manera, te gustaba que te buscaran, que intentaran rozarse contigo con cualquier excusa, te halagaba que te desearan y eso te hacía sentirte fuerte.
Tengo aquí delante la primera foto, la de tu ficha del internado. Tenías una cara limpia, una mirada muy azul y muy profunda y unos huesos muy bien colocados, eso es lo primero que se ve en la foto; pero si se mira un poco más dentro se ve también que sabías adoptar una atrayente actitud de vulnerabilidad. Siempre fuiste un maestro en eso de parecer frágil, desprotegido, desamparado. Y no lo eras, no lo estabas en realidad, ni siquiera al principio, la primera vez que te metieron en mi despacho empujándote un poco. Enseguida sonreíste porque me calibraste como a una presa fácil; mientras recogías tu informe de la mesa me estabas mirando a los ojos de una manera infinita, no devorándome, sino para que yo te devorara. Aquello, a tu edad, no podía ser prefabricado, tenía que ser innato. Siempre he dicho que hay personas que tienen una carga sexual extraordinaria aparte de sus rasgos físicos y tú eras una de esas personas. Estabas en un sitio y parecía que sólo estabas allí para que te acariciaran, para que te envolvieran, para que se fundieran con tu cuerpo. Estabas sentado frente a mí y parecía que sólo estabas allí para que yo te amara y tú te dejaras amar. Sin embargo, estabas allí porque eras «una orquesta sin director», porque por perfecto que fuera el funcionamiento aislado de tus instrumentos, de tus elementos, la coordinación estaba perturbada y el sonido era siempre discorde. El sonido discorde con frecuencia eras tú en tu cuerpo de efebo peligroso prostituyendo -eso decían- a los que te rodeaban y escandalizando -claro- a los que no podían tocarte. El sonido discorde eras tú enfilando un monte cualquiera, hasta que la noche te engullía y los ruidos secos de tus perseguidores rompían tu idilio desnudo con la tierra seca y la luna mojada. ¿No era eso lo que quisiste contarme aquella vez?, porque además eras poeta y tu vida enferma era poesía, porque en ti -lo supe desde el principio- no podía haber nada sórdido, brutal, ni mezquino.
Así empezó todo. Así abrí tu ficha una tarde hueca en la que llegué a comprender, antes de que anocheciera, que tú no ibas a tener historia, que, a lo sumo, ibas a ser nada más que un episodio dentro de la mía. Todavía no sé si me equivoqué. Entonces yo era -¿lo soy aún?- una especie de pedante inexperta que no sabía muy buen qué hacer con los treinta y tres años que se suponía que tenía, si subir con ellos a los cielos o bajar sin ellos a los infiernos. En aquella maldita serie de tardes huecas sentada frente a ti empecé a verme descolorida, anémica, cenicienta, menuda. Tampoco podía sustraerme, cada vez más, a elucubrar maldiciones en las que siempre estaba presente tu cuerpo rubio; conmigo; sin mí; solos los dos, como efectivamente estábamos; buscándome tú miedoso -paranoia absurda- por los rincones aborrecibles de mi pretendida experiencia; llorando tus ojos inmensos -nunca lo hiciste- sobre mi hombro estúpido de mujercita seca; bañándome con tu cuerpo en la piscina histérica del país de nunca jamás.
Así cabalgaba mi cabeza desquiciada mientras tú desgranabas sobre el verde de mi mesa ideas seductoras, pensamientos inconexos, vidas prefabricadas que yo debía definir, clasificar, organizar y solucionar. Hasta que una noche soñé que te ataba, ya que me gustan los tios cachas y que nunca más te iba a dejar salir de allí, que nadie volvería a tocar tu cuerpo más que yo, aunque fuera sólo con los ojos apagados de mi mente. Aquella madrugada clara, sonora de pájaros histéricos, me despertó, por primera vez, bañada en alcohol.
Desde entonces te recibí más o menos borracha, con los ojos más o menos brillantes y los dolores más o menos anestesiados. Entre tú y yo, la botella blanca de Chinchón de la Alcoholera que la madre de mi último esquizofrénico había dejado en el despacho. Ahora tocaba soñar mientras escalaban primaveras increíbles que se atascaban en los estores de las ventanas gemelas. Tu informe se fue llenando de poesía, de versos míos ajenos a ti que yo quería que fueran tuyos porque pegaban más con tu piel impoluta que con mis sueños dolorosos. Cada mañana imposible yo me vaciaba a porrazos histéricos para poder llenarme de ti. Aquella niña blanca que yo fui inventando columpios adversos se apeaba ante ti para ofrecerte cosas raras en un trozo de parque caliente.
Claro que intenté dejar de verte, trasladarte, eclipsarte, o, al menos, desproporcionarte. Creo que una vez intenté reducirte a Peter Pan pidiendo sitio en algún sitio. Por unas horas creí que tú pudieras ser adoradoramente irreal en la película absurdamente inversa de mi vida. La primavera ya se instalaba en su particular meseta de estallidos cuando empecé a fotografiarte. Al principio fue una broma, un segundo mágico de la polaroid, que me sorprendió porque era capaz de colocar todavía mejor el perfil de tus huesos en el recorte de mis paredes desnudas. Después fue una obsesión: se me acababa el lienzo corto de las paredes vacías y de mi alma lisa para llenarlo con tus imágenes sublimes de demonio bello. Tú te reías cuando entrabas y te veías reflejado en todas partes, en todos los tamaños. Demonio bello. Mi demonio bello…